Aritz Otxandiano Kanpo
Responsable de Sostenibilidad del Grupo Fagor. Presidente de Fagor Arrasate entre 2010 y 2017. Ingeniero Industrial.
Responsable de Sostenibilidad del Grupo Fagor. Presidente de Fagor Arrasate entre 2010 y 2017. Ingeniero Industrial.
La evidencia científica indica que el mundo se encuentra ante un grave problema. Hemos erosionado hasta el extremo la capacidad de resiliencia de los ecosistemas naturales y ya hemos empezado a sufrir las consecuencias. La emergencia climática es la expresión más conocida y probablemente grave de la crisis ecológica. Pero no es la única. Al mismo tiempo, se está produciendo una pérdida acelerada de la biodiversidad. Y hay más. A falta de medidas rápidas y efectivas, la comunidad científica nos advierte de que la interacción de las diferentes dimensiones de la crisis ecológica empeorará aún más la situación en el futuro, hasta el punto de comprometer la supervivencia de nuestra especie. Y todo esto sólo tiene un responsable: el ser humano. O, más concretamente, el sistema económico que ha construido el ser humano. Un sistema que necesita crecer indefinidamente para seguir acumulando riqueza.
No podremos decir que todo esto nos haya pillado por sorpresa. Desde los años 70 del siglo pasado sabemos que esto iba a pasar. Así consta en el informe publicado por el Club de Roma bajo el nombre de Los límites del crecimiento. En él se advertía de que en un planeta finito no se podía seguir creciendo indefinidamente porque, tarde o temprano, chocaríamos con los límites biofísicos del planeta. Y si se seguía al ritmo de entonces, se preveía que ese choque se produciría en este siglo. No hicimos caso a aquella advertencia, y, en vez de frenar, no hemos hecho otra cosa que acelerar. El crecimiento del producto interior bruto, esa ha sido nuestra gran obsesión, un indicador casi mitificado que ha guiado nuestro desarrollo.
El diagnóstico es muy crudo, pero no podemos caer en la parálisis, necesitamos soluciones, y para ello debemos imaginar un horizonte viable y construir consensos para recorrer el camino. Lo que está en juego es el bienestar (o la supervivencia) de las generaciones futuras.
En sus informes periódicos, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) viene señalando que la causa del principal exponente de la crisis ecológica, el cambio climático, es la explotación masiva de los combustibles fósiles que hemos realizado en los últimos dos siglos, y que, si se quieren evitar las consecuencias más graves del mismo, hay que hacer una rápida transición hacia un sistema energético renovable. Hasta aquí el consenso político y social es bastante amplio, sin embargo, las discrepancias surgen a la hora de concretar cómo ha de hacerse dicha transición energética.
Mi intención es aportar a este debate, desde el conocimiento y la perspectiva que mi trayectoria profesional y personal me han dado sobre este asunto, y siendo consciente de que para construir consensos será necesario escuchar y dialogar con otros puntos de vista diferentes al mío.
Antes de entrar en el debate sobre la transición energética, partiré de exponer mi visión sobre el desarrollo sostenible y el crecimiento.
¿Puede ser sostenible un modelo de desarrollo que tiene como objetivo el crecimiento?
El desarrollo sostenible es un concepto que data de 1987. En un contexto histórico en el que después de décadas de crecimiento económico no se había cumplido la promesa de extender el bienestar al conjunto de la humanidad, y cuando se estaban observando los primeros indicios de que la fase de fuerte crecimiento global estaba superando los limites biofísicos del planeta, Naciones Unidas vio la necesidad de realizar una nueva definición del desarrollo que abarcara las dimensiones económica, social y medioambiental. De esta reflexión recogida en el Informe Brundtland nació el concepto de desarrollo sostenible hace más de 30 años. Se dice que el desarrollo es sostenible cuando es capaz de satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. Se puede concluir que esta definición fija cual debe de ser el objetivo del desarrollo económico y establece los límites de este, es decir, el objetivo ha de ser la satisfacción de las necesidades humanas y en ningún caso debe superar los límites biofísicos del planeta.
Sin embargo, en su aplicación el medio ambiente siempre ha estado supeditado al crecimiento económico, y a la vista de la crisis ecológica que estamos viviendo, es evidente que no ha servido para corregir los problemas que se detectaron en su momento. El crecimiento del PIB ha traído consigo un crecimiento en el consumo de recursos naturales -combustibles fósiles, minerales, agua, …-, y aunque algunas voces dicen que es posible un desacoplamiento entre el PIB y estos consumos, no es lo que ha ocurrido en los últimos 30 años. Es más, teniendo en cuenta que el crecimiento económico sigue una curva exponencial tendente al infinito, no parece razonable pensar que esto vaya a ser posible en el futuro. En esta gráfica se puede observar cómo el crecimiento económico de los últimos dos siglos coincide con la explotación masiva de los combustibles fósiles y, consecuentemente, no es más que una excepción producida en una determinada época histórica que, por las propias leyes de la física, no se puede mantener indefinidamente.
Ya se sabía que, tarde o temprano, el crecimiento económico iba a chocar con los límites biofísicos del planeta generando graves problemas ambientales y, desgraciadamente, hoy en día nos encontramos en esta tesitura.
Por lo tanto, si queremos ir hacia un modelo de desarrollo que sea realmente sostenible, creo que es imprescindible cuestionar el crecimiento del producto interior bruto como indicador principal del desarrollo.
No es un debate fácil, en la medida en que tenemos un sistema económico dependiente del crecimiento. Como hemos podido comprobar en las diferentes crisis económicas que hemos vivido, cuando el PIB entra en recesión provoca una crisis social, y ésta termina generando inestabilidad política. Y para superarlos, tanto los agentes económicos, como los sindicales y sociales, demandan políticas de fomento del crecimiento que terminan implementando gobiernos de todo signo, sin excepción.
¿Cómo parar este tren que va a toda velocidad hacia el precipicio? No sé si alguien lo sabe, pero, en todo caso, debería ser prioridad de todas las facultades de economía investigar y buscar soluciones para adaptar nuestro modelo socio-económico a un escenario postcrecentista. En este sentido, el hecho de que, en el marco del Pacto Verde Europeo, la Comisión Europea haya financiado investigaciones científicas para analizar la viabilidad del decrecimiento es una noticia esperanzadora.
Asumiendo que para situarnos dentro de los límites biofísicos del planeta debemos iniciar un proceso de decrecimiento que nos lleve a un escenario postcrecentista, la siguiente pregunta es: ¿De cuánto ha de ser ese decrecimiento?
A la hora de imaginar un futuro postcrecentista se pueden representar diferentes escenarios, tal y como se puede observar en la siguiente gráfica.
Todas las opciones dibujan un escenario postcrecentista, pero con un nivel de decrecimiento muy diferente. Y esto tiene una importancia capital, ya que la intensidad del decrecimiento condiciona la estructura socio-económica resultante.
Algunas voces defienden que no nos queda más remedio que abordar un decrecimiento extremo. Según esta corriente de opinión, las energías renovables no serán capaces de suministrar la cantidad de energía que nos proporcionan los combustibles fósiles y, además, la extracción de los materiales necesarios para su construcción agravaría aún más la presión que sufren actualmente los ecosistemas naturales, resultando especialmente perjudiciales para la biodiversidad. Reivindican la necesidad de una transformación radical del sistema socio-económico, que debería venir inevitablemente de la mano de un proceso de desindustrialización. Las principales tesis, argumentos y propuestas de esta corriente de opinión se recogen en el libro Decrecimiento: del qué al cómo, escrito por Luis González Reyes y Adrián Almazán Gómez.
Otros, sin embargo, teniendo en cuenta que la capacidad de las renovables para sustituir a los combustibles fósiles está en discusión, abogamos por una rápida expansión de las energías renovables que debería venir acompañada de un decrecimiento más moderado. ¿Cuánto decrecimiento? El mínimo necesario para entrar dentro de los límites biofísicos del planeta. O, formulado de otra manera: un nivel de decrecimiento que tenga como objetivo recuperar el equilibrio con el medio natural manteniendo los pilares básicos del modelo de bienestar que hemos logrado gracias a la industrialización.
Una sociedad industrial y sostenible como objetivo
El proceso de industrialización que hemos vivido en los últimos siglos es la base del bienestar material que hoy en día disfrutamos. No sólo porque la industrialización nos ha permitido acceder a bienes y servicios que hacen más cómoda nuestra vida -las lavadoras o los frigoríficos que hoy nos son tan comunes en nuestros hogares, por poner un ejemplo cercano, no serían asequibles si no se produjeran a la escala en la que la industrialización lo ha hecho posible-, sino también porque gracias a la intervención del Estado y a la lucha sindical -sin olvidarnos de las experiencias de autoorganización comunitaria de tan profunda tradición en nuestro país-, hemos construido un modelo socio-político que ha hecho posible la redistribución de la riqueza generada por esta industria, que ha extendido el bienestar a (casi) todas las personas que vivimos en los países industrializados. Por eso me generan preocupación los discursos que hablan de desindustrialización sin ser muy conscientes de sus consecuencias. Además de la precarización que se produciría en las condiciones laborales, no hay que olvidar que parte de la riqueza que genera la economía la recauda el Estado vía impuestos, para después poder financiar los servicios y las prestaciones públicas que sustentan nuestro modelo de bienestar: sanidad, educación, seguridad social, servicios sociales, … Un proceso de desindustrialización reduciría de forma significativa la capacidad de generación de riqueza de la economía y, en esas condiciones, sería muy difícil (por no decir imposible) mantener el Estado del bienestar.
Tal y como lo explica Emilio Santiago Muño en su libro Contra el mito del colapso ecológico, los estudios actualmente disponibles han llegado a conclusiones divergentes con relación al potencial de las energías renovables para sustituir a los combustibles fósiles. Aunque algunos son más pesimistas, otros han llegado a la conclusión de que tienen el potencial para cubrir una parte significativa del consumo energético actual. Y cada vez son más los estudios que están llegando a esta segunda conclusión. Siendo esto así, no me parece que renunciar a la industria sea la elección estratégica más adecuada para nuestro país, entre otras cosas, porque supondría renunciar al Estado del bienestar, y consiguientemente, a los avances sociales más relevantes alcanzados a lo largo de los últimos siglos.
Dicho esto, es también importante señalar que apostar por la industria no quiere decir que esta no tenga que abordar un profundo proceso de reconversión, por ejemplo, para sustituir aquellos productos y servicios que una sociedad sostenible no necesita, o para ajustar la producción a un nivel de consumo más moderado. A su vez, tampoco significa que no tengamos que abordar transformaciones de calado en nuestro modelo económico y social. La reconversión industrial y la sustitución de los combustibles fósiles por fuentes de energía renovable no son, en modo alguno, suficientes para hacer frente a la crisis ecológica y situarnos dentro de los límites biofísicos del planeta. Mucho menos si queremos aprovechar la transición socio-ecológica para reducir la brecha existente entre los países del norte y el sur. Y deberíamos hacerlo, entre otras cosas, porque el bienestar de los países desarrollados se ha construido, en gran medida, gracias a la explotación de los recursos naturales obtenidos de forma injusta en los países del sur.
Cuatro son, en mi opinión, además de las cuestiones anteriormente citadas, las grandes transformaciones que debemos abordar.
Lo primero es transformar la relación entre la economía y el medio natural. Una corriente de opinión defiende que, si no se supera el capitalismo, no será posible una economía que opere dentro de los límites biofísicos del planeta. Yo no me atrevo a hacer afirmaciones de tal rotundidad. Es más, como en el horizonte no se vislumbra un sistema económico que sustituya al capitalismo, creo que no nos queda más remedio que empezar la transición dentro del mismo. El tiempo dirá si la transición ecológica nos llevará o no a una sociedad post capitalista. En cualquier caso, el modelo productivo actual se desarrolló en una época en la que abundaban los recursos naturales (combustibles fósiles, minerales, agua, …) y, además, la degradación del medio natural no era un problema. Por ello, si quiere sobrevivir en el nuevo contexto de escasez en el que nos adentramos, deberá venir de la mano de una profunda mutación que ponga el foco en minimizar al máximo el impacto negativo en el medio natural y en hacer un uso más eficiente de los recursos naturales disponibles. El concepto de economía circular encarna, por decirlo así, esta mutación. Además de dejar de lado los combustibles fósiles, tendremos que cambiar radicalmente la forma en la que diseñamos, producimos y consumimos los bienes y servicios. Deben estar diseñados para que duren más en el tiempo, reduzcan al máximo el impacto en el medio ambiente y se recuperen los materiales al finalizar su ciclo de vida. A su vez, debemos hacer más eficientes los procesos productivos, reduciendo el consumo energético y la generación de residuos, y priorizando los materiales reciclados y orgánicos. En la misma línea, también es necesario racionalizar las cadenas de suministro para minimizar la movilidad de materiales, componentes y producto terminado. Y, por último, tenemos que dar el salto de modelos basados en la propiedad a modelos de pago por uso.
La innovación tecnológica será clave para llevar a cabo esta transformación. La tecnología, por si sola, no nos va a salvar, pero puede ayudar, y mucho. No podemos caer en el tecno-optimismo, pero tampoco en el tecno-pesimismo. Necesitamos una aproximación realista a la contribución que la tecnología puede hacer a la transición ecológica. Y, en la misma línea, debemos valorar adecuadamente el potencial transformador de las nuevas políticas públicas y regulaciones que se están promoviendo en el marco del Pacto Verde Europeo. El Pacto Verde Europeo no está pensado para superar el capitalismo, pero tiene el potencial de provocar cambios significativos en el modelo socio-económico actual y abrir nuevos y necesarios debates, como, por ejemplo, el del decrecimiento. En cualquier caso, frente al neoliberalismo gris de las últimas décadas, y mientras se crean las condiciones socio-políticas para una transformación más profunda, prefiero el capitalismo verde y más humano que representa el Pacto Verde Europeo.
En segundo lugar, debemos reducir la movilidad. El transporte es el sector que más combustibles fósiles consume, siendo el coche y el avión los principales responsables de las emisiones de CO2 asociadas a la movilidad de las personas. La solución no pasa solo por la electrificación, tenemos que transformar radicalmente el modelo de movilidad, reduciendo el uso tanto del coche particular como del avión, y apostando firmemente por un transporte público de calidad complementado por una buena oferta de micromovilidad (bicicleta, patinete, …). También debemos cuestionar nuestros hábitos de ocio, entre otras cosas, adaptando el modelo turístico a una época histórica marcada por la emergencia climática.
En tercer lugar, los humanos estamos obligados a cambiar nuestros hábitos alimentarios. Este estudio, publicado en la revista Science, concluye que el aumento de tierras destinadas tanto al crecimiento animal como a la producción de alimentos para estos ha sido el factor que más impacto ha tenido en la pérdida de biodiversidad. O, dicho de otra manera: el privilegio que tenemos en los países desarrollados de comer tanta carne como queramos es el factor que más influye en la pérdida de biodiversidad. Somos muchas las personas que habitamos el planeta, por ello, para reducir la presión que ejercemos sobre los ecosistemas naturales sin que nadie pase hambre, estamos obligadas a reflexionar sobre la dieta que deberíamos seguir.
Y, por último, debemos reducir nuestro consumo en general, para así poder reducir el consumo de recursos naturales que este lleva asociado. El capitalismo nos ha empujado al consumismo con la promesa de que así seremos más felices, pero una vez garantizado un grado de bienestar suficiente, la clave de la felicidad está más en construir relaciones sociales sanas y recuperar nuestro vínculo con el medio natural, que en consumir más. Además, se lo debemos a los países del sur: para que ellos consuman más (hasta conseguir un mínimo bienestar), nosotros tenemos que consumir menos.
El despliegue de las energías renovables
Tal y como repetidamente se ha puesto de manifiesto a lo largo de este artículo, sólo con la expansión de las energías renovables no se resuelve la crisis ecológica, pero es, junto con la electrificación de una parte relevante del actual consumo energético, una condición necesaria. Es cierto que, como señalan algunas voces, la extracción de cantidades significativas de materiales de la naturaleza que el desarrollo de las renovables requiere generará, a corto plazo, un aumento en la presión que sufren los ecosistemas naturales. Pero si no reducimos nuestras emisiones de CO2 en los plazos definidos en el acuerdo de París, los impactos que provocará el cambio climático serán mucho más graves, también en lo que respecta a la pérdida de biodiversidad. La ciencia lo ha advertido.
Asumiendo que el despliegue de las energías renovables es necesario, la clave está en cómo se hace este despliegue. En primer lugar, es necesaria una buena planificación territorial que integre adecuadamente la producción de energía con el resto de las funciones que el territorio debe cumplir, como, por ejemplo, la producción de alimentos, la gestión de los recursos hídricos o el cuidado de la biodiversidad y los ecosistemas naturales. Es innegable que la expansión de las energías renovables tendrá un impacto ambiental negativo en el territorio, pero si se hace bien, este impacto puede ser limitado.
En segundo lugar, el modelo importa. Lo deseable sería que todo lo posible se haga siguiendo un modelo de generación distribuida, a través del autoconsumo fotovoltaico, la bomba de calor, la solar térmica, la biomasa y las comunidades energéticas. El potencial de producción de energía de nuestros tejados y la capacidad de generación de biomasa de nuestros bosques es relevante y debemos aprovecharla al máximo, pero para ello es necesaria una estrategia que lo haga posible. Sólo con decirlo no ocurrirá, entre otras cosas, porque la colocación de placas fotovoltaicas o la instalación de calderas de biomasa en nuestras viviendas depende de la decisión de miles de propietarios y propietarias individuales.
Aun así, y por mucho que se reduzca el consumo de energía, con esto no es suficiente, porque los tejados y la biomasa no pueden suministrar toda la energía que necesita una sociedad industrializada como la nuestra. Además, sólo con la tecnología fotovoltaica no se puede conseguir un sistema eléctrico con una fuerte penetración de las energías renovables, mucho menos en Euskal Herria, donde tenemos bastantes días del año en los que no brilla el sol. Un sistema eléctrico renovable necesita 3 ingredientes básicos para que sea viable: energía fotovoltaica, energía eólica y almacenamiento. Sin la complementariedad de estas 3 tecnologías no se puede conseguir un sistema eléctrico con fuerte presencia renovable. Por lo tanto, el autoconsumo fotovoltaico en los tejados no es suficiente, necesitamos también energía eólica, junto con diferentes sistemas de almacenamiento. Desafortunadamente, no podemos utilizar zonas antropizadas para la producción de energía eólica porque en ellas no hay suficiente viento y, por lo tanto, no es viable ni desde un punto de vista económico ni energético. Asumiendo esto, y, teniendo en cuenta que la participación de las renovables en el mix energético de Hego Euskal Herria apenas supera el 14%, afirmar que estas infraestructuras responden al ansia de negocio de las multinacionales es simplificar en exceso una realidad que es mucho más compleja. Por encima del resto de consideraciones, estas infraestructuras las necesitamos para sustituir a los combustibles fósiles y cubrir una parte significativa de nuestra demanda energética, tanto presente como futura. Otra cosa es que aprovechando que tenemos esta necesidad las multinacionales quieran hacer negocio. Si queremos limitar esto, la clave está en que el control de estas infraestructuras esté en manos de las instituciones, empresas y ciudadanía del territorio que necesita esa energía. En ese sentido, creo que el modelo recientemente propuesto por Statkraft y Krean es una oportunidad que deberíamos de explorar.
Si no abordamos este debate desde la seriedad y la responsabilidad, corremos el riesgo de realizar un gran acto de hipocresía. Esto se refleja muy bien en la iniciativa recientemente llevada a cabo por Sidenor y el EVE (Ente Vasco de la Energía). Juntos han creado una sociedad para invertir en 8 parques fotovoltaicos ubicados en Cataluña, con el objetivo de cubrir con la electricidad generada las necesidades energéticas que las plantas de Sidenor tienen en la CAV. Mi crítica no es tanto a Sidenor o al EVE, sino más bien a la incoherencia que percibo en algunos discursos. No queremos en nuestro territorio las infraestructuras necesarias para producir la energía que nuestra industria requiere, pero tampoco estamos en disposición de renunciar al empleo y a la riqueza que esta genera. Y, en consecuencia, nos quedamos con los impactos positivos y deslocalizamos a otros territorios los impactos negativos, en este caso, a Catalunya. Esto es tremendamente incoherente e injusto.
Por último, considero necesario que el despliegue de las infraestructuras renovables venga acompañado de políticas que favorezcan el desarrollo endógeno y el bienestar de las comunidades rurales que acogen estas infraestructuras. Por ejemplo, con el fomento de actividades económicas propias del medio rural, como la producción de alimentos. O, con medidas orientadas a la conservación de la biodiversidad como, por ejemplo, la transformación del modelo forestal basado en el monocultivo de especies no autóctonas a otro modelo que tenga en consideración todas las funciones ecosistémicas que cumplen los bosques. Hay voces que dicen que el despliegue de estas infraestructuras no es compatible con la realidad y necesidades de las comunidades rurales. Yo no comparto esta opinión y vivo en una zona rural en la que está proyectada una infraestructura de estas características. Si se hace bien, pueden ser compatibles.
Necesitamos deliberar
Lo dicho hasta ahora refleja mi posición sobre la transición energética y sus diferentes debates. Pero lo importante no es lo que opine uno u otro colectivo, y mucho menos una persona individual. Lo realmente importante es la decisión que adoptemos como sociedad. La mayoría de los que participamos en este debate reconocemos que nos encontramos en una encrucijada y que seguir como hasta ahora no es una opción. Por lo tanto, tenemos que decidir qué camino tomamos, de forma colectiva y democrática, y también rápida, porque el cambio climático avanza. Para ello es imprescindible debatir sobre las cuestiones que nos separan, recogiendo datos, escuchando a expertos y poniendo en diálogo a diferentes puntos de vista. En definitiva, haciendo un profundo y consciente ejercicio de deliberación.
Este ejercicio debe tener como protagonistas a instituciones, agentes y ciudadanía de cada territorio, y además de acordar cómo ha de ser el proceso deliberativo, habrá que decidir cómo se delimita el territorio. En este sentido, las áreas funcionales definidas por los Planes Territoriales Parciales pueden ser una escala adecuada para realizar estos procesos de deliberación. En cualquier caso, tiene que ser ahora, no podemos dejar pasar más tiempo.